Una cuestión de género

(Publicado originalmente en Huelva Hoy el 8 de marzo de 2019)

Hoy es un día de celebración y de homenaje. Homenaje por todas las personas que han hecho posible que en una parte considerable del mundo las mujeres disfrutemos hoy de derechos básicos: trabajo, voz y voto.

Derechos básicos y fundamentales que hoy damos por hecho, pero no hace tanto tiempo eran una utopía. En algunas partes del mundo lo son.

Hemos avanzado muchísimo, pero aún nos queda trabajo por delante para consolidar lo que ya tenemos.

Venimos de una historia en la que las mujeres hemos sido consideradas propiedades. Hasta principios del siglo XX se nos consideraba mejores de edad a perpetuidad. La tutela de un hombre era indispensable. Incluso hoy, mujeres de más de 60 años recuerdan haber necesitado la autorización de su marido para sacar dinero del banco. En España.

Aún hoy hay gente que se ríe y arquea las cejas cuando escucha la palabra «heteropatriarcado», sin comprender que hace referencia a unas costumbres, a unos códigos de conducta que han marcado durante siglos una sociedad en la que los hombres heterosexuales tenían una serie de privilegios simplemente por serlo. Los homosexuales y las mujeres ocupábamos un segundo lugar, si acaso.

Cierto es que ya no vivimos en esa sociedad, pero también es cierto que un comportamiento de siglos no se cambia en 40 años. Y quien piense lo contrario sobreestima la capacidad intelectual y emocional del humano medio.

Mi bisabuelo nació con el siglo, mi abuelo con la guerra, mi padre antes de la democracia. Hasta donde abarca mi conocimiento de la vida, los padres hablan a sus hijos y la herencia más importante que recibe cualquier persona son las palabras de sus padres. Hemos cambiado, sí, pero sería ilusorio y naïf creer que ya está todo hecho.

Afianzar los derechos sexuales y reproductivos, favorecer la conciliación laboral, un beneficio no sólo para las mujeres sino para todas las familias (familia, una palabra con la que algunos se llenan la boca pero que no terminan de comprender); y dejar por sentado que la corresponsabilidad en la crianza de los hijos es primordial e indiscurtible. Por nosotras, por vosotros, por ellos: por toda la sociedad.

Una sociedad más igualitaria y equitativa será, por definición, mejor. Una sociedad donde los estereotipos y los prejuicios no nos condicionen y donde cada individuo pueda ser quien quiera ser sin sufrir humillaciones por ello.

Para mí, son dos los grandes retos del feminismo hoy. El primero, luchar contra la precarización del empleo femenino y, por extensión, del empleo en general. Que los lazos que unan a las personas sean los del afecto y no los de la supervivencia financiera. O, dicho de otro modo, si con mi trabajo no puedo mantenerme, no soy libre de elegir si quedarme o marcharme.

El segundo, no olvidar que tenemos derecho a ser malas personas. Entiendo que en un contexto en el que se ha dudado de la palabra de la mujer por sistema, en el que se ha cuestionado a las víctimas sin tacto alguno por parte de quienes debían protegerlas, la reacción lógica haya sido cerrar filas las unas con las otras. Pero cuidado: es un camino peligroso.

Si tengo que ser un ángel de bondad, honesta hermana, honrada amiga, leal esposa, no es mi revolución. Si el precio a pagar por la igualdad es convertirme en un ser de luz incapaz de mentir, temo no poder pagarlo.

Exijo mi derecho a mentir, exijo mi derecho a equivocarme, a engañar, a ser egoísta, a ser, en definitiva, una hija de la gran puta. Porque exigirnos perfección moral es de una crueldad intolerable hacia nosotras mismas.

El otro día un amigo temía que acabáramos en un «homomatriarcado». Una prueba más de que aún queda mucho por lograr y mucha pedagogía por hacer si hay quien sigue pensando en una sociedad de opuestos y no en una sociedad de equipos.

Dicho esto, sigamos celebrando, homenajeando y defendiendo.

Ni un paso atrás.

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